TEORÍA Y PRAXIS DEL SOPLAHOJAS

[Por Pablo Sánchez Chillón]

[Una primera versión de este artículo fue publicada en la columna de opinión que Pablo Sánchez Chillón escribe en el Diario El Independiente]


Antes era de rastrillo, pero ahora necesito un soplahojas.

Muero -lo confieso- por blandir con la fortaleza de un cruzado uno de esos artefactos sopladores para señores maduros con los que se trafica al por menor en los almacenes de bricolaje, templos de esa religión ecuménica de hiperactivos de fin de semana que no para de imponer nuevas servidumbres a nuestros exangües bolsillos mientras atiborra, al tiempo, nuestros trasteros de dolorosos testimonios de nuestro decadente y artificial modo de vida suburbana -ahí yacen, inermes, el banco de serrar, la karcher y los enanos de jardín-.

Exijo, ya, un soplador de pétalos y de broza, el nuevo rey entre los estridentes cachivaches del garaje, una metáfora sobrevenida de nuestra propia banalidad y acaso, una bofetada mecánica y ensordecedora a esa nueva masculinidad que pregonan los catálogos y los ministerios, hecha de susurros, de gracilidad y de mucha empatía compartida y publicada.

Dadme un aventador de hojas, uno de esos ruidosos artefactos del demonio capaces de destrozar las siestas, de arruinar la hora de lectura, las del reposo del cuñado y hasta de profanar la silente coyunda de mis vecinos de urbanización, mientras como un Terminator de adosado, levanto un ciclón que avienta las ramas, proyecta los restos de poda y hace volar, en un remedo doméstico y pasajero de la ausencia de gravedad total,  algunos de los poemas rotos que te escribí, condenados a apilarse, -bendito desorden provisional de los recuerdos – en un confín aleatorio de mi jardín en las afueras.

Dejadme avivar, con solemnidad y exhibición grosera de plástico y cromados ese huracán de pelos, huesos de aceitunas y follaje rastrero hacia las patas de la barbacoa, los triciclos de los niños y el tronco del sauce llorón, al que a falta de lágrimas y exceso de una dieta de posos de café sólo pude arrancarle una sombra anémica que comparten en su soledad la bicicleta estática y las mancuernas del Decathlon, tesoros de otra época en las que también pude ser otro hombre perfecto bajo los dictados del marketing, el borbotón de ofertas del prime day y el juicio implacable del espejo del baño.

Soplar, soplar y volver a soplar. Frente al íntimo y caduco vicio de capturar y aspirar, de procesar y pensar, frente al desusado y perseguible arte de tragarse el humo, de engullir un codillo, de trasegar unos callos -pesadilla y holocausto de comedores de chía- o de embuchar unas mantecadas hasta arriba de cabello de ángel, frente a esa debilidad antigua del alma de esconder la arrogancia, de guardar un consejo hasta que te lo piden, de escamotear las palabras que no tocan o de reservarse las opiniones que nadie espera ni agradece, defiendo ahora, resignado, la necesidad de provocar un tifón pasajero de despojos que anuncie mi entrada en cualquier salón que se precie y ensucie los bajos de los pantalones de la nueva policía de la moral, salpicando la falsa blancura del lenguaje inclusivo y la jerga ininteligible de nuestros políticos mientras arrastra con ellos al periodismo de titular, las noticias falsas y los vicios del clicbait.  

Perdida la batalla civilizatoria de antemano, y frente al acto prudente, educado y ancestral de sincronizar un saludo o de regalar un gracias, frente a ese ejercicio íntimo y solidario de contención que nos obligaba a respetar una fila, a meditar un halago o a embaular, hasta que llegásemos a entenderlo del todo, lo que el mundo y los sentidos nos sugieren y provocan, reivindico, para no ser menos que mis contemporáneos de la esfera digital, el derecho al bufido inexorable del soplahojas, el ventarrón que reparte aleatoriamente residuos de opinión, cualidades de excelencia y galardones de buena y mala ciudadanía en este enorme jardín en el que nos movemos como topos ciegos y cabreados.

Frente a una cierta intimidad, como contrapunto al arte de la discreción y la reserva, frente a la deliberada opción por el silencio cuando no hay nada mejor que oír, frente al poder y la jurisdicción semántica de las palabras maestro, esfuerzo o premio extraordinario y aun, como puñalada mortal para los tímidos y la sospechosa tribu de pensadores, reivindico ahora, como mecanismo de supervivencia para este tiempo real y con toda la incoherencia de mis 50 años, un apocalipsis total de ruido y viento, un túnel ciclónico surgido de una batería ordenada de sopladores escogidos entre los de mi generación (Ricardo, Paco, Nacho, Javi, JC, Gonzalo o Manuel) que se cierna inclemente sobre esa ciudad poblada de unicornios irisados, sobre los cánones de lo políticamente correcto y sobre la pax romana que nos prometen quienes quieren organizarnos la vida y los sentimientos, imponiéndose sobre aquellos nuevos censores que nos dictan qué libros leer y expurgar, qué películas disfrutar y mutilar, qué palabras preterir o qué amigos tener o abandonar.

Creedme; he comparecido con seudónimo y riesgo para mis cookies en las deep webs de bricólogos, me he infiltrado en clubes de jubilados de habla inglesa en los que el injerto del manzano Granny-Smith, el riego hidropónico de las azaleas y la compota de ruibarbo forman parte de arcanos rituales de iniciación.

He investigado en los bazares chinos, he trajinado en Wallapop y hasta he consultado al mismísimo Sr. Leroy Merlín para acabar afirmando que estos tiempos nuevos piden una fanfarria inclemente de soplahojas que entierre bajo la broza y el estruendo a los salvapatrias, a los tramposos y a los maltratadores de mujeres, una acción concertada con la que generar un remolino que cubra de mugre, despojos y ruido las atalayas de los todólogos intolerantes, los púlpitos de los nuevos opinadores y su verborrea digital, los libros autopublicados, los hilos de Twitter (X), las versiones new age de los clásicos del rock y hasta eso que llaman los gintonics sin alcohol, para terminar asolando hasta los cimientos, como puro mecanismo de autodefensa para un sábado por la tarde, esta república menor de la sinceridad a toda costa en la que habitamos, esta estación de afectos fraudulentos de Tiktok y de hemorragia de sentimientos publicados ante la que nada podemos hacer más que abandonarnos a su engañoso vaivén.

Dejaos de militancias convencionales; si hay hoy un compromiso total y notorio de rebeldía ciudadana con el que enredarse, si vale la pena endosar las filas de una bandería o de suplementar la intendencia de algún ejército o facción, ese es, sin duda, el de los sopladores de jardín, el de los fabricadores inesperados y anónimos de vórtices de viento y de galernas devastadoras, el de los llamadores contemporáneos de esos vendavales históricos que estudió Heródoto, como aquel Aajejm, viento del Sur de Marruecos que adopta la  forma de torbellino y contra el que los fellahin se defienden con armas y dientes o como el Simoon, ese céfiro insolente que enfureció tanto a una nación mesopotámica que le declaró la guerra y avanzó contra él en perfecto orden de batalla para resultar rápida y completamente sepultada.

Vendrán pronto los soplahojas, -tal vez poseídos por el mismo delirio que atribuló al Conde Almásy de Michael Ondaatje-, para invocar en un arrebato generacional y con el ruidoso artilugio en mano, esos otros vientos menos constantes que, como el Bist-roz afgano, cubren el pedestal de las estatuas, agostan los discursos de los ignorantes y sepultan las teorías más rutilantes, o tal vez como el inclemente y seco Ghi-bli, que soplando desde Túnez da vueltas y más vueltas para terminar atacando el sistema nervioso, dolencia incompatible con el buenismo militante de las ruedas de prensa de los Consejos de Ministros o la melaza con la que se glosan los viajes a Waterloo.

Vosotros pensaréis que es un sábado más, que ya estoy aquí otra vez, con mi gorra de orejeras y mi bañador de cuadros como dueño y señor de mi jardín, dispuesto a joderos la siesta mientas sacudo, hago volar y acumulo montañas de hojas con el brazo mecánico de mi soplador. Yo, sin embargo, con media sonrisa y sordo ante vuestras críticas, soplahojas en mano, me sentiré parte de una orquesta celeste que anuncia, con mucho aparato de viento y metales, el final inevitable de nuestra civilización.

Seguid soplando.

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