VENGO DE LAS CIUDADES DEL FUTURO [TEDx Buenos Aires]

Apuntes de mi intervención, – una carta desde el futuro de las ciudades escrita a los jóvenes urbanistas del año 2023- en el evento TEDx Barrio San Nicolás / Universidad de Belgrano de Buenos Aires [18.05.2023] .

Pablo Sánchez Chillón [19.05.2023]

wwww.urban360.me


{Buenos días, y feliz jueves 19 de mayo de 2050 para todos vosotros.

Estoy muy agradecido por la invitación para participar hoy en esta charla TEDx en la Universidad de Belgrano; hacía tiempo que no me demoraba por Buenos Aires ni lo hacía entre gente con tan buen aspecto y prometedor futuro.

La última vez que estuve aquí, fue, -recuerdo-, hace ya bastantes años, allá por 2022, cuando lo de la Copa del Mundo de Qatar, que celebré, entusiasmado, con tantos de vosotros, aunque he de reconocer que casi me sentí como un faraón viendo a tanta gente reunida en torno a un Obelisco.

Aunque he visitado después la capital en viajes virtuales precargados en el chip que me implantó Amazon años atrás, esta es mi primera visita sensorial completa, y me gusta mucho lo que estoy viendo.

Por cierto, hoy desayuné viendo lo de Mirtha Legrand, no os sorprenderá que os anuncie que sigue en activo, haciendo unas entrevistas elegantes, como la que hoy le regaló a Lionel Messi, que, con 62 años, acaba de asumir como entrenador de la selección brasilera de fútbol.

Vengo del futuro; no sé si lo he dicho, porque, como le sucede a tantos de los de mi generación, a los que nacimos en los albores del año 2000, algunas de mis facultades – la memoria y la capacidad de atención, fundamentalmente –  las tengo un poco atrofiadas, luego de tantos años de convivir con una envolvente burbuja digital que sólo rompíamos, de tanto en tanto, para atender a nuestros padres y parientes mayores, en aquellas inquietantes incursiones al mundo real, en esas expediciones sin gadgets ni chaleco antibalas a la vida orgánica y primitiva, plagada de olores, colores y amenazas que lleva años recreando en nuestras pantallas el omnipresente cine hecho en Pekín, convertida, ya, lo sabéis, en la capital cultural del mundo en 2050 y sede del imperio global mandarín.

Vengo del futuro, excitado, a conversar un rato en esta Universidad de Belgrano con un grupo de estudiantes, arquitectos y urbanistas jóvenes y talentosos, con todos vosotros quienes en 2050 rozaréis el medio siglo de vida, esa edad que nuestra sociedad sigue reservando para el ejercicio de las más altas tareas directivas y ejecutivas, para el desarrollo de las más solemnes magistraturas civiles, aunque hace ya tiempo que gracias a los espectaculares avances en las terapias antienvejecimiento, los 50 años que tendréis entonces serán, apenas, parte del primer tercio de la vida convencional.

Vivo 30 años por delante de vosotros y os quiero contar hacia dónde vais, avisaros de que aquél es un universo intrincado de ciudades, un mundo urbanizado y complejo en el que prácticamente todos los habitantes del planeta residen en las urbes, convertidas en emporios de actividad, en espacios de oportunidad y en zona cero de la innovación de la humanidad, aunque no pocas veces sigan siendo el teatro y crisol de las contradicciones de nuestra especie.

Ahora que se cumplen precisamente 30 años de la pandemia del Covid-19 y de aquel memorable «Volveremos a nuestras ciudades», recordamos, con media sonrisa, cómo aquel shock global empujó definitivamente el liderazgo urbano, convirtiendo en la década siguiente a las ciudades y a sus actores en verdaderos protagonistas del futuro del planeta. Pronto vimos que los grandes retos de la sociedad se declinaban en clave urbana y que las mejores respuestas a los problemas de la gente, las más ágiles y solventes, las más empáticas y útiles para los ciudadanos tenían su origen en las ciudades, en sus ecosistemas y en sus mandatarios y agentes, hoy convertidos en líderes globales que compiten con los de los Estados-Nación en términos de influencia y en su capacidad de marcar y dirigir la agenda de la gobernanza global. Durante mucho tiempo las ciudades fueron unas invitadas de última hora a la mesa de las grandes decisiones mundiales, pero hace ya años que participan, también, en la confección del menú del evento, y eso se nota en la calidad del producto final.

Dejadme que os cuente que el futuro que viene es un futuro tecnológico, impactante y filoso, un mundo de ciudades conectadas y dinámicas, y aunque ahora – en mi 2050- todo parece promisorio, he de reconoceros que hemos pasado unas décadas complicadas, bordeando la catástrofe universal como especie. Así pasó todo.

Esta historia empezó en 2023 – vuestro hoy en 2023, nuestro ahora – con la escalada global de la Inteligencia Artificial y su impacto inmediato en todos los órdenes de la vida, también en la de los urbanistas y en la de las Universidades y los centros de pensamiento global.

En pocos meses, el machine learning, el deep learning y la inteligencia artificial generativa empezaron a colarse por las rendijas de casi todo lo que hacíamos, con la paradoja de que fuimos nosotros quienes le dimos la llave de nuestras vidas y las de nuestro sosiego y nuestra hacienda. Aún recuerdo aquella satisfacción primera de alimentar al ChatGPT, la IA generativa, con nuestras preguntas, y el placer que acompañaba al borbotón de respuestas inmediatas que provocaba. Me acuerdo también de aquel abuso del prompting en el que incurría una y otra vez junto con mis compañeros de estudios y con los del trabajo, entregándole progresivamente al robot el papel de expansiva conciencia de nuestra generación, sin reparar en las consecuencias y el alcance de su exponencial capacidad de aprendizaje.

Pronto, el desarrollo y perfeccionamiento de la herramienta y su creciente autonomía frente a la inteligencia de los humanos, empezó a ponernos en algunos aprietos, y a generar algunos parias en nuestras ciudades, especialmente quienes, entre nosotros, desarrollaban las tareas que se señalaron como más sustituibles (profesionales de la atención al público, traductores, operarios de las industrias) y luego, también, arquitectos, abogados, jueces, economistas y profesores y escritores, desplazados por la creciente y omnímoda presencia del Chat, al que terminamos reconociendo el papel de voz legitimada y autorizada de nuestra civilización, un repositorio infinito y redundante de los saberes que abrazamos entonces de una manera tan entusiasta como acrítica y confiada.

Tardamos tiempo en darnos cuenta, pero la calidad de las preguntas – el tedio y la pereza ante una máquina incansable y sabia nos convenció de que ya nos quedaban pocas cosas que preguntar- fue cayendo poco a poco y el sesgo de los algoritmos de la herramienta fue imponiendo su ley y su criterio, de tal manera que al final todas las respuestas que la IA nos brindaba terminaron pareciéndose, pues respondían a un canon parecido e imperante, que pronto empezó a penalizar el espíritu crítico y la disidencia intelectual.

Esto tuvo un impacto también en nuestras ciudades y en el modo de vida urbano, que fue uniformándose de manera progresiva hasta convertirlas en lugares replicables e intercambiables, como esa comida de los aviones que parece siempre la misma, vueles con quien vueles.

Al principio, -lo confieso- nos hizo gracia practicar, con ayuda de la tecnología rampante, la duplitectura, esa arquitectura de impostores que consiste en importar e imitar de modo acrítico la forma urbana, reproduciendo patrones y hallazgos estéticos y funcionales que poco tenían que ver con nuestra cultura, nuestra identidad ni acaso, con una cierta visión cosmopolita que el Chat se encargó, rápidamente, de pulir y domesticar convenientemente.

-Creedme- durante un tiempo nos hizo gracia tener y visitar un París en cada provincia, con sus bulevares, su Torre Eiffel, su Montmartre de postín y sus cafés a escala, una réplica exacta en distintas latitudes del globo. Medellín, Guayaquil o Rostov-del Don se parecen hoy mucho a la Ciudad de la Luz, pero nadie sabe ya valorarlo ni disfrutarlo ni distinguir el original de la copia en cartoné.

En todo este proceso fuimos los urbanistas unas víctimas propiciatorias de este estado de ánimo generalizado que nos situaba – benditos nosotros por vivirlo en el dichoso tiempo real- ante el despliegue de una tecnología impactante que los traficantes habituales de humo intelectual nos vendieron, entonces, bajo esos convencionales calificativos de “disruptiva”, “resiliente”, “hibridadora” y toda la jerga tóxica que durante muchos años llenó las charlas TED y los tutoriales motivacionales en Youtube.

¡Ay los profesionales de las ciudades! ¡Qué culpa tendréis de todo esto que os estoy contando!

Si siguiendo la petición de un cliente del estudio de arquitectura viajado y caprichoso, le pedías al ChatGPT que te reprodujera a escala los planos del Chicago de Burnham, los de la Ciudad-Jardín de Ebenezer Howard o el masterplan de Broadacre de Frank Lloyd-Right, adaptándolos, qué se yo, a un ensanche en Chubut o a la inhóspita y sobria linealidad de Monte Quemado en el Chaco, la herramienta te los devolvía en cuestión de segundos, haciendo magia ante nuestros atónitos ojos, convenciéndonos de nuestra genialidad y de las ilimitadas capacidades profesionales que se abrían ante nosotros.

Si le preguntabas por las la quintaesencia de las ideas de Lewis Mumford, por el alma de Chandigarh o si necesitabas recuperar -para apropiártelas, sin rubor, como algo original,- algunas notas sobre el decálogo estético de la Bauhaus con las que completar un trabajo universitario o con las que deslumbrar, tal vez, a un incauto becario, el disciplinado robot te entregaba su producto plano y correctísimo, sin necesidad de volver nunca más la vista personal hacia las bibliotecas, las universidades ni hacia los expertos, pues ello requería de un tiempo, una atención y un esfuerzo que ya no estábamos dispuestos a pagar ni a consumir, pues teníamos entre nuestras manos la lámpara maravillosa.

La Academia, los centros del pensamiento, entregados a la burocracia, el ensimismamiento y la endogamia, y enarbolando la bandera de una contrarrevolución contra la máquina de la satisfacción inmediata de la inteligencia artificial que no estaban preparados para liderar, pronto fueron apagándose y perdiendo su brillo, como esas cosas viejas que acaban en los sótanos y en los rincones de las almonedas y los anticuarios, testimonios incómodos y asaz incompatibles con la uniformidad totalizadora que generaba ese automatismo de respuestas artificiales en tiempo real, que era capaz de poner en boca de Borges, del Apache Tévez o de Alfonsina Storni las odas al maquinismo de los alocados futuristas de Marinetti o la arrogancia de Le Corbusier, en indistinguibles vídeos que nos bombardeaban desde TikTok, convertida, pronto, – ya lo podéis suponer – en altavoz oficial y ubicuo del establishment generativo.

El espacio público de las ciudades también sufrió durante estos años. Pese al renovado interés por la peatonalización, por la renaturalización, el calmado del tráfico y la jerarquización de espacios urbanos a favor de los ciudadanos que nos asaltó a todos tras la pandemia del año 20, las cosas pronto empezaron a cambiar a peor, por algunas razones que igual ya intuís, pues me han dicho que sois gente muy inteligente.

Por un lado, la creciente incapacidad de innovar de los profesionales del urbanismo, que pronto dejaron de pensar, pues parece que ya no lo necesitaban. Por otro, tal vez, la proliferación de lugares narrativos comunes y la contaminación del debate público y doctrinal por discusiones y visiones antiguas reconstituidas por obra del marketing y las redes sociales – como aquella idea clásica de los beneficios de la ciudad policéntrica, reconvertida, sorpresivamente, en el hallazgo de la Ciudad de los 15 minutos, la de los 30 y subiendo – nos devolvieron un modelo de ciudad aspiracional tan perfecto y redondo que nadie fue capaz de plasmarlo en la práctica del día a día de nuestro urbanismo, generando una ansiedad e insatisfacción crecientes que todavía no hemos logrado sacudirnos. Al final, y duele reconocerlo, la única forma de tener esos servicios esenciales en una isocrona del cuarto de hora tan estricta fue la de rehabilitar y construir más mall y centros comerciales, – ahora tenemos uno en cada esquina – con lo que cumplimos formalmente con el estándar de los 15 minutos, aunque fallamos en muchas otras cosas que apuntalaban – o no- el argumentario que le sirvió de soporte.

Por otro lado, el auge de las pantallas, el de la inmersión total en universos digitales y en absorbentes experiencias transmediáticas de la mano de los teléfonos celulares y otros gadgets, pronto dieron paso a la creencia global, -errónea- impulsada por la industria monopolista de las plataformas de contenidos, de la conveniencia de implantarnos permanentemente chips subcutáneos y lentillas inteligentes que amplificasen nuestra “experiencia de usuario” – así la llamaban entonces los gurús de la humanidad ampliada– con las que pronto empezamos a confundir realidad digital y orgánica, difuminando el fondo de lo que veíamos en un primer y vivísimo plano virtual, pues sólo nos interesaba lo que, con destellos y estallido de píxeles, veíamos en primera línea de visión.

En esa era de distracción masiva hacia la que nos deslizamos entonces como civilización, la gente rápidamente empezó a perder el interés por el espacio público de las ciudades, que terminó convertido en un deambulatorio gris entre un punto A y un punto B, en un fondo desleído y anónimo que servía de marco contextual a los usos y patrones convencionales de desplazamiento de unos ciudadanos absortos en la realidad de sus pantallas. Como los restos después del festín, fueron nuestros espacios públicos esos “Urban left-overs”, esas sobras de las que alguien habló en el pasado.

Llegados a este punto, lo más dramático para muchos teóricos del diseño y la planificación urbana – hubo suicidios y dramas personales que recuerdo con viveza- fue la dolorosa obligación de sacrificar el canon de belleza y la calidad estética y ornamental de la ciudad construida frente a las necesidades imperantes de la súper-conectividad y la campana digital que nos envolvía, que habían relegado a la urbe a un ominoso papel de borroso fondo de pantalla de una vibrante vida virtual desplegada ante nuestros ojos por los más deslumbrantes dispositivos tecnológicos.

La única salvedad a esta plomiza sucesión de espacios que conformaron nuestras ciudades fueron los llamados corner de híper-realidad que asoman por algunos rincones de nuestras metrópolis, esos no-lugares artificiales y exuberantes, creados artificialmente por astutos diseñadores y colonizados por las marcas y las multinacionales, destinados a servir de fondos temáticos (la selva amazónica, el skyline de Shangai, la Ópera de Sidney o las playas de Punta del Este) a las historias de Instagram o TikTok, con los que los ciudadanos de 2050 compramos, por entregas, un poco de cosmopolitismo y un cierto aire de un mundo que ya no existe más entre nosotros.

Finalmente, -y sin abandonar este papel de narrador de episodios discutibles de nuestra civilización – el último empujón para la decadencia total del espacio público de nuestras ciudades llegó casi sin darnos cuenta, en un momento en el que la gente se había ido a vivir definitivamente a las redes sociales. Este nuevo dogal para nuestros espacios públicos apareció enmascarado bajo prudentes enfoques sobre vigilancia ciudadana y seguridad personal, de la mano de unas respetabilísimas promesas de paz social y bienestar urbanos que iban asociados a la fórmula de un novedoso sistema de crédito social inspirado en el que desplegaron las autoridades chinas en 2020. Bajo este nuevo paradigma, que empezamos a adoptar de modo acrítico y convencidos de estar actuando bien, se impedía, por ejemplo, viajar en avión o darse de alta en el padrón municipal a los infractores del código de la circulación, a quienes bajaban la basura al contenedor fuera de hora o a quienes constaban como deudores por impuestos locales, y autorizaba – cuánta gente desapareció entonces- a las detenciones preventivas de sospechosos de ser ‘malos ciudadanos’ cazados por el dédalo de cámaras inteligentes desplegadas en las ciudades.

No era difícil intuirlo, pero por alguna razón toleramos sin protestar ese ranking híper-tecnologizado de buen comportamiento que nuestros gobernantes nos fueron imponiendo con el despliegue de medios de seguimiento personal y de reconocimiento facial que hicieron de nuestras vidas un teatro público y vigilado, casi como en un capítulo de esa serie Black Mirror que se estrenó hace décadas en Netflix, y que respondía, en el fondo, al clásico y falsario axioma de “nada tiene que temer el que nada tiene que ocultar” sobre el que se edificaron las peores dictaduras de la historia.

A la compartición indiscriminada de los datos personales, a la trampa de la geolocalización permanente y las cookies, a la monitorización perpetua de las conversaciones en los chats y al escrutinio de nuestros gustos y estados de ánimo a través de los dispositivos móviles, -todos decíamos ok al engorroso formulario que nos preguntaba por protección de datos- le siguió la segmentación de nuestros perfiles mediante el big data y la inteligencia artificial, que permitía al Gran Hermano Inteligente saberlo casi todo sobre nosotros y penalizar – preventivamente decían- los comportamientos que el algoritmo interpretaba como más antisociales, subversivos o potencialmente peligrosos en nuestras urbes.

Actividades como leer en un parque – terminaron quitando los bancos-, correr sin auriculares ni smart watch – impusieron el check-in forzoso en las canchas y los estadios-, conversar con un extraño – pusieron más cámaras disuasorias en las esquinas – silbar una canción – multaron a los desafiantes perpetradores del trino– o abandonar un perfil en una red social (auténtico crimen de lesa digitalidad entonces)– crearon equipamientos públicos para la re-educación de los cesantes- fueron progresivamente erradicadas de nuestras ciudades, que se transformaron para acoger este nuevo panóptico digital que se implantó para protegernos, en suma, de nosotros mismos.

Aunque durante todo este tiempo hubo ciertas resistencias, ciertos mártires de los que ya casi nadie se acuerda y algunos focos de resistencia ante esa autoridad tecnológica infalible y tenaz – pues pronto los gobiernos electos fueron sustituidos por perfectísimas máquinas decisorias que acabaron con las democracias convencionales y los debates públicos (¿cómo opinar, disentir y decidir frente a la objetivísima ejecutoria de unos algoritmos técnicamente perfectos?), nos vimos atrapados en una espiral de decadencia y de melancolía colectivas para cuya derrota ya no encontrábamos ni estímulos ni herramientas a las que agarrarnos, pues todo lo habíamos pedido y todo se nos había concedido, y aun más.

De no haber sido por un hecho inesperado, casi fortuito, la inolvidable Gran Sacudida de 2043, (The Big Shock), aquel día de la primavera de esa cuarta década del siglo en el que una tormenta solar sin precedentes mantuvo al planeta 3 años sin conectividad digital plena, todo habría empeorado hasta la catástrofe y el hundimiento total de nuestras ciudades.

Poco a poco, y tras un período de pánico de meses, tras los enormes costes humanos, económicos y organizativos y enfrentados como estábamos a la necesidad de re-programar nuestras vidas al modo off-line al que nos veíamos condenados por la acción de los campos geomagnéticos de un sol que volvía para salvarnos, algunos ciudadanos, muchos de ellos rondando el medio siglo de edad, empezaron a liderar a las comunidades supervivientes, proponiendo modos de vida más honestos y respetuosos con el planeta y más solidarios con nuestros compatriotas, a los que aprendimos a respetar, a mirar a los ojos y a escuchar. Descubrimos a la fuerza, sin tutoriales ni coaches, lo que era el kilómetro cero, la participación ciudadana, la innovación urbana y la rendición de cuentas practicando, en un decir-haciendo, que pronto contagió a tanta gente en nuestras ciudades.

Algunos de estos nuevos líderes urbanos, crecidos como nativos digitales plenos y entrenados en las canteras de la disidencia frente al promisorio oasis tecnológico que nos ofrecían las herramientas generativas, pronto empezaron a organizarse. Una discreta legión de activistas batidos en las guerrillas del urban hacking y ejercitados en los páramos de aquel pensamiento crítico que había sido prácticamente desarbolado por los algoritmos y la predictibilidad de las respuestas del Chat, vino a capitanear esta nueva era de humanidad recobrada, enarbolando un respeto reverencial a la obra de la civilización y a la cultura de la humanidad, devolviéndonos las ganas por volver a ocupar y a habitar, con plenitud, nuestras ciudades, convertidas, esta vez sí, en sensatas Repúblicas de Datos y Personas, con un pie puesto en el estribo y otro en el freno de la tecnología.

Creedme. Vengo del futuro, miro hacia vosotros y reconozco, con emoción, a algunos de estos héroes, a los urbanistas jóvenes a los que, en 2050, 30 años después de este feliz encuentro de hoy en la Universidad de Belgrano / San Nicolás / Buenos Aires estaré esperando para arrimar el hombro por un mundo mejor, para el que – lo siento, no hay magia posible – hay que trabajar todos los días. Tenéis hoy 20 años, tendremos todos 50 años entonces, estamos en nuestro primer tercio vital y la vida vale la pena vivirla intensamente. En las ciudades

Gracias.

Pablo Sánchez Chillón [Ciudadano 9.658.000.000 / Sector 6]

www.urban360.me

Un comentario

Deja un comentario