LA KRIPTONITA DEL POPULISMO: ÉRIC ZEMMOUR, EL ‘BARÓN NOIR’ DE LA DERECHA (A LA DERECHA) DE MARINE LE PEN.


An article by Pablo Sánchez Chillón, Lawyer, International Speaker, Strategy and Public Affairs Advisor and Urban Advocate. Check out the work of Pablo as Chief Editor of Urban 360º.

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[“Con frecuencia, una falsa alegría vale más que una tristeza cuya causa es verdadera”. René Descartes]


El hombre sin sombra.

Hay un político en Francia con la propiedad -adquirida- de bloquear la luz y desviarla a su antojo y que es capaz de atraer hacia sí ondas térmicas de desazón, ira y esperanza popular. Eric Zemmour. Quédense con ese apellido.

Escribe Marc Bassets, el corresponsal de El País en París, que Éric Zemmour (de 63 años) tiene la mirada penetrante de quienes están poseídos por una idea y creen que por fin ha llegado la hora de hacerla volar. Este apologeta prima facie de la Guerra de Civilizaciones, el audaz polemista de extrema derecha que con su inminente candidatura al Elíseo ha trastocado la agenda política y la de los afectos públicos en Francia (l’amour, hoy todo son sentimientos en política), ha generado un cataclismo en la esfera pública de esa Francia que se prepara ya para las elecciones presidenciales de abril de 2022.

El Sr. Zemmour, periodista político, glosador de libros de otros y tenaz escritor de bestsellers subiditos de tono nostálgico sobre la historia de los Luises y los Pares de Francia, se ha convertido, en una época en la que se nos dice que casi nadie lee, en un fenómeno editorial de masas que lleva meses llenando establecimientos en actos auto-convocados (como auto-editados son sus exitosos libros) en los que al calor de la firma de los ejemplares de su última obra <La France n’a pas dit son dernier mot> (Francia no ha dicho su última palabra), – una explicación para dummies del choque de civilizaciones en una Francia desleída y sin brillo que se va dejando su identidad en cada esquina de las banlieus en las que el multiculturalismo ha triunfado a costa de la grandeur del país –ha logrado meter el miedo en el cuerpo de los candidatos tradicionales, incapaces de contener el aluvión de populismo iracundo que desprende este fino polemista de origen magrebí, que no pierde en sus intervenciones públicas la oportunidad de denigrar, insultar y degradar a buena parte de sus compatriotas.

En la época de la televisión bajo demanda, la de los maratones de series y la del empacho de Netflix entre humores de quiche lorraine y Beaujolais nouveau, Eric Zemmour, ha conseguido, desde su atalaya de polemista faltón con cita diaria con la audiencia de una cadena de noticias generalista del Grupo Vivendi, -paradojas de la postmodernidad multi-pantalla- escalar sin piolet en los índices de estima y valoración popular de candidatos a la Presidencia de la República (sin serlo oficialmente) empujado por el endoso de tantos de esos franceses cansados de la ejecutoria modosita de Macron y crecientemente acostumbrados, – y esa es una de las claves de su éxito- a tener que elegir un patrón, un líder supremo al volante de la nación sin necesidad de recurrir a la ejecutoria, las pelucas talqueadas y las miserias publicadas de los partidos tradicionales.

© Sarah Meyssonnier/Reuter

Zemmour, que gusta de caracterizarse de judío bereber perfectamente integrado en Francia, -cuña de la propia madera- se ha convertido en cuestión de meses, por méritos propios, deméritos de otros y por administrar con inteligencia y altanería esa astucia sin tasa de quien se siente llamado al altar de la patria, en el candidato in pectore de esa derecha a la derecha de Marine Le Pen (a la que ha centrado políticamente) con serias posibilidades de ser el segundo líder más votado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas (por detrás del propio Macron).

Eso implica, para quienes no terminamos de acostumbrarnos a las dinámicas de los sistemas que acaban decidiendo el futuro político de un país en las horas muertas del ballotage, que el Sr. Zemmour tiene muchas posibilidades de pasar a la segunda vuelta por delante de otros candidatos convencionales. Éstos, empachados de marketing electoral, estrategias de choque y tirando de vilezas de colegio de pago aprendidas en Baron Noir, y arropados por las maquinarias y las inercias electorales de unos partidos de corte clásico, se ven incapaces de neutralizar el populismo rampante y de desenmascarar y expulsar de la esfera pública a los versos libres (Cyrano rompió el molde), viendo cómo se desvanece su sueño de desafiar a ese barón laico, educado, hierático y químicamente centrado que es el Presidente de la República Emmanuel Macron, una síntesis demasiado perfecta de las virtudes republicanas de esa Francia arrogante, preparada y global que no será lo mismo sin Angela Merkel cuidando la linde europea.

El candidato de la Francia enfurecida.

Zemmour no es guapo ni entrañable. No estudió en la E.N.A. ni triunfó en el mundo de los negocios antes de asumir su destino manifiesto a la francesa. Tampoco lo necesita. Condenado por injurias graves e incitación al odio, este hijo de inmigrantes argelinos y crecido en el extrarradio de un París desaparecido entre humores de kebab y especias de merguez ha alumbrado con tesón el zemmourismo, ese correoso pegamento narrativo que defiende que Francia está en decadencia y que se precipita de cabeza al abismo de la irrelevancia, aunque para justificar este relato tenga de tirar de racismo de manual y demostrar que, como aquel galo Obélix que inmortalizaron Goscinny y Uderzo, se cayó de pequeño en la marmita del nihilismo y la xenofobia y que no necesita de segundas dosis o de practicar el travestismo ideológico, como el protagonizado por Marine Le Pen, enmarcada ya (cosas del framing) como la ultra-derecha modosita que inició, meses atrás un largo y errático viaje hacia la moderación que la ha penalizado en las encuestas .

Zemmour no es original; tampoco le hace falta. Todo se derrumba alrededor y señala como culpables de ese descenso nacional a los abismos al contubernio entre entre las élites económicas, políticas y culturales francesas y a los inmigrantes magrebíes y sus descendientes, genética y culturalmente indispuestos para la asimilación de los valores del republicanismo francés y del liberalismo, repitiendo un patrón discursivo que uno puede encontrar sin dificultad -cambian sólo los señalados- en ese caudal ideológico intermitente que empieza a brotar con la energía de los prístinos arroyos de la Alt Right norteamericana y que se enseñorea, sinuoso y henchido de razones en las capitales del antiguo Imperio Austrohúngaro (Orban en Budapest, Andrej Babis en Praga), asomándose con resabios de intolerante desafío anti-europeísta desde esa Varsovia fulgurante de obras públicas y apabullante skyline financiero sufragado con fondos FEDER y las mejores tajadas de la solidaridad intracomunitaria.

Híper-liderazgos carismáticos en la hora de la política sin partidos.

Zemmour es un candidato sin programa y sin partido.

Un erudito de casino y hosterie que disfruta asumiendo el ominoso papel de heraldo de la ruina de Francia, con esa pose chulesca y cultivada con horas de espejo, sillón orejero y boxeo en la sombra (aturde no pocas veces a su audiencia con las fecundas citas de ideólogos semi-desconocidos a los que arrima al ascua de su rol de fiscal deslenguado).

Zemmour es, también, un intelectual intransigente que clava ese papel de nuncio de la desaparición de un país asediado por hordas de inmigrantes africanos y magrebíes, que hilvana con la precisión y el oficio de los costureros bereberes, tal vez por ser hombre de letras e integrante desde hace años de esa infantería de machacas de los medios de comunicación, que son dos escuelas de vida que preparan para tantas cosas en esta sociedad cada vez más volcada en el espectáculo y abocada al adocenamiento digital.

No hay foto en la que aparezca Eric Zemmour (y esta es una propiedad matérica que comparte con su antagonista Macron) en la que uno no intuya un lado siniestro y filoso detrás de unos ojos oscuros y vivos alumbrados por la pasión del elegido.

Sus armas y artefactos tampoco son el último grito, aunque los cultive con trabajada expertise. La sobria estética de voz autorizada del ensayista audaz y aspirante in pectore Zemmour se acompaña de un relato bronco y faltón, de una dialéctica de sobremesa y de una puesta en escena perfectamente alineada con los cánones del infotainment, esa melange untuosa y salpicada de efectos, a caballo entre la información y el entretenimiento y que ha colonizado las parrillas de los medios y las redes sociales gracias al libre albedrío de los algoritmos, los filtros burbuja y las campanas de resonancia ideológica entre las que nos hemos acostumbrado a vivir, y que rara vez abandonamos para explorar esa terra incógnita de la alteridad y el espíritu crítico, donde florece el intercambio de ideas y manan las exangües fuentes del consenso político.

Zemmour se ve fuerte y lo sabe y lo saben sus rivales, lo que es peor, pues es carne propicia para tertulias en prime time en unos medios de comunicación que se agarran al efectismo y el espectáculo – por desagradable que éste pueda resultar- para salvar sus cuotas de audiencia y su cuenta de resultados frente al imparable avance de las plataformas de entretenimiento bajo demanda.

Cada semana, el pertinaz cuasi-candidato a Presidente, en esa gira que llena librerías, centros comerciales y espacios cívicos, recibe la atención, el afecto, el fervor y la adhesión de una grey heterogénea de acólitos que encuentran en sus lacerantes diatribas contra el multiculturalismo, la convivencia religiosa y las cuotas para las minorías, un lenitivo para sus angustias postmodernas, repitiendo esas ceremonias corales y gregarias en las que se entra con discreta curiosidad y de las que se sale, no pocas veces, con el alma y las entendederas negras y chamuscadas, con una parte alícuota de eternidad ganada y con un aturdimiento compartido con los improvisados correligionarios ante la grandeza, la rotundidad y las verdades que reparte sin tasa (ni respeto) el nuevo Pontifex, algo que tantas veces hemos visto en los documentales, los libros de historia y las crónicas de fin de época, sólo que ahora estos aquelarres populistas terminan concluyendo con la entonación colectiva de la Marsellesa con voz contrita y lágrimas en los ojos.

Populismos: la Política del easy going.

Las democracias viven días complicados. Zemmour y la internacional populista lo saben; y se aprovechan.

Blancos y negros, nosotros y ellos, antes y ahora. El caos o el orden, y por enmedio, toda esa rueda de binomios y explicaciones sencillas a problemas complejos como fundamento teórico de un movimiento ciudadano heterogéneo, con le peuple elevando al ungido por encima de la empalizada. Una versión ampliada de ese populismo de cultureta y tertulia de café (en París hay muchos establecimientos en los que indignarse al calor de un brioche regado con una taza de perfumado arábica (paradojas de la globalización) con la que se gana la opción de formar parte de la creciente marea de dedos vehiculantes de un J’accuse tan francés como recurrente que termina por marcar líneas rojas en las que la convivencia suele dejarse la peor de sus suertes.

En nuestros días, la irrupción de tecnología digital, la experiencia de la democracia del tiempo real y las urgencias de obtener soluciones y respuestas inmediatas a problemas colectivos que tardan años en manifestarse, han dirigido unas ondas de stress colectivo hacia nuestros gobiernos y su (pobre) ejecutoria pública que termina por volverse contra ellos y lo que representan.

También, la llegada de esa conectividad ubicua y personalizada por la acción de los algortimos ha transformado la mise-en-scène de la Comunicación Política, así como la entidad y contenido de los mensajes en los que liderazgo e imagen pública se combinan para generar un producto atractivo para el elector/espectador.

Esta realidad, que no es un particularismo francés sino una pandemia global, coincide, además, con el regreso de los populismos (si alguna vez se fueron) y la irrupción de las fake news, que han contribuido a excitar y recalentar el debate público hasta cotas desconocidas.

El cataclismo que viene (y que astuta e irresponsablemente azuzan los populistas) termina de perfilarse con la confirmación de otro fenómeno que ha terminado sitiando a los partidos políticos convencionales. No es un secreto: al ritmo del colapso generalizado de la intermediación (y la representación política en nuestras democracias es eso, pura intermediación entre la ciudadanía y los poderes del Estado) los debates públicos y la propia ejecutoria democrática están despojándose de muchos de sus ropajes, su profundidad y su sofisticación, que ceden ante el pragmatismo de una sociedad tecnologizada y sometida a obsolescencia programada, sin tiempo que perder ni regalar con discusiones bizantinas que se zanjan con la ira de un troll en redes sociales, ahorrándonos diatribas y gilipolleces que ya no le interesan a casi nadie.

En esta vida pública simplificada hasta las unidades más esenciales de lo inteligible, en este proceso constante de desmontaje de la solemnidad y el artefacto de la política, de fragmentación cotidiana del hecho y la sustancia del liderazgo y la conversación pública, el mensaje directo y rompedor, faltón, maleducado y arrogante y que no es exactamente la jerga con la que sus señorías se torturan en los Parlamentos, ha terminado por imponerse, extremando también en este viaje hacia la polarización ideológica sin paliativos a las maquinarias y antenas de los partidos políticos convencionales, que se deslizan no pocas veces por estas rampas de inmundicia intelectual para deleite de followers y palmeros digitales.

La consecuencia de todo ello termina manifestándose en esa sensación de regusto metálico de estar entrando en una era de la post-política, la anti-política y los híper-liderazgos, en la que a la pérdida de legitimidad y de capacidad de articulación de intereses de los partidos políticos, convertidos en monolíticas maquinarias electorales y pagadoras de intereses y servidumbres, se une la consolidación de una suerte de caudillismo soft alrededor de un personaje público carismático, cismático y regenerador.

Con estos ingredientes calentándose a fuego lento en las cocinas del liderazgo político, podemos pensar – sin equivocarnos- que nos asomamos a un horizonte de una verdadera política sin partidos, una terra australis para tantos de nosotros, aunque no tanto para los franceses, que en mayo de 2017 auparon a Emmanuel Macron a la Presidencia de la República, un candidato brillante y sin partido, emisario avant-la-lettre de esta hora de la democracia híper-carismática a la que también nuestros vecinos del norte parecen haberse abonado.

Con los efectos secundarios globales que ya conocemos, Donald Trump o Jair Bolsonaro verdaderos magos en el arte de sepultar los debates públicos con recurrentes y estériles polémicas con origen en su incontinencia digital para escándalo de teóricos de la democracia representativa, siguieron este novedoso patrón y agrandaron la horma de esos nuevos liderazgos públicos carismáticos que no le deben nada a nadie. Ambos, como ahora trata de hacer el carismático Zemmour y tantos otros personajes menos incómodos para nuestras mentes bienpensantes, destacaron entre sus rivales al apoyar sus carreras públicas en esa nueva ejecutoria política post-partidista y sin intermediarios, superficialmente auténtica y generadora de hilos, relatos y productos narrativos pensados para su consumo masivo en redes sociales, que necesita alimentarse permanentemente, como esos castores que se ven obligados a roer madera sin detenerse para evitar terminar mordiéndose con unos dientes incisivos que no paran de crecerles nunca.

No es cuestión de símbolos. El debate político en Francia no se articula hoy alrededor de la idea de patriotismo. El francés es un Estado en el que no se esconde la bandera nacional, que está presente de manera natural en tantos lugares públicos y privados y todos sus líderes lo asumen con naturalidad republicana. Tampoco es un país en el que se amague ni se escamotee el lugar, el tiempo ni el momento para los homenajes a los hijos ilustres de la República, como hace unos días se vio en el solemne y emocionante acto de despedida a los restos de Jean Paul Belmondo en Les Invalides de París, con esos punzantes acordes de «Chi mai» de Ennio Morricone en una emocionante ceremonia presidida solemnemente por Emmanuel Macron y su esposa, un ejemplo espectacular de la finura que ha alcanzado el actual Presidente de la República y su equipo a la hora de organizar y ejecutar estas ceremonias patrióticas.

La cuestión hoy es más compleja y poliédrica, pues se pretende llevar el debate público al terreno de las esencias y al de la cosmovisión civilizatoria, confrontando bloques monolíticos antagónicos como si no existiese el lugar ni la oportunidad en nuestras democracias para desgranar y perfilar los matices cromáticos que acompañan a toda idea y discurso que se defiende en público al calor de un proceso electoral competitivo. Este es, acaso, un proceso dinámico de enmarcado en el que las ideologías más radicales suelen pescar con abundancia y en el que las democracias y los liderazgos políticos convencionales ceden terreno y argumentos ante la simplicidad, la contundencia y la efectividad de algunos mensajes que enarbolan y defienden los populistas de todo pelaje.

Mientras tanto, Zemmour, que pese a ser un líder que se presenta en público como alternativa pas conventionel a lo ya conocido, se ha dotado ya de la estructura esperable que rodea a todo aspirante a la Presidencia de la República francesa – jefa de prensa, jefe de gabinete, red de consejeros aúlicos y fornidos guardaespaldas y sabe, como tantos otros egregios integrantes de Faltonia, la República Global de Populistas Iracundos, que vive su momento y que peleará duro por imponer su modelo bipolar, exarcerbar los debates públicos y apelar al corazón y la rabia – rage against the machine- del electorado francés para convertirse en Presidente de la República Francesa. Pas mal para un judío bereber crecido en los suburbios de París.

Ahí están Macron e Hidalgo, y hasta Le Pen para hacerle frente. De momento es él quien retiene la Kriptonita de la atención y el respaldo popular, aunque el árbitro aun no ha llamado a los capitanes al círculo central ni se ha puesto el balón en juego. Hay partido (sin partidos).

Hoy es Zemmour en Francia: mañana, quién sabe.

Cuidáos.


An article by Pablo Sánchez Chillón, Lawyer, International Speaker, Strategy and Public Affairs Advisor and Urban Advocate. Check out the work of Pablo as Chief Editor of Urban 360º.

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